El vestido rosa, sus transparencias de agua estancada, las maneras ocultas revoloteando por sus alrededores. La orografía velada por la calima de la tarde a las orillas de las olas del sueño. O quizá sólo sea una rememoración, un recuerdo vago y delicuescente. La tela adormecida sobre el cuerpo inerte, entreverado de vetas azules que apenas si se vislumbran tras el tejido. Un trabajo sordo y solitario, resguardado en las catacumbas del silencio de unas manos encallecidas y pobres. La etiqueta como clandestina bamboleándose en silencio, la marca indescifrable con un precio desvaído. No importa más que el hecho de semejarse al original, al diseño bien remunerado de otras manos bien distintas y lejanas. También innombrables y acalladas.

Todo se muestra sin estridencias. Sin dolor. Sin gritos. Como ahogado en su propio ser inconsciente. Sin más valor que el hecho de ser y estar en el mundo. Una escultura  laxa que respira y crece, moldeada por las manos del tiempo y la existencia. Todo sin más valor que el hecho de pertenecer al mundo. Indiferente a los otros ojos que la miran y la puedan soñar. Su visibilidad es engañosa, sólo una apariencia que muestra una parte ínfima de lo que oculta. El vestido es la mortaja del cuerpo, malherido o maltratado. Exangüe por los golpes del destino. Nadie sabe. Todo permanece en el secreto de un conocimiento de puertas adentro. Enclaustrado.

Su fragilidad es inane. Inservible más allá de la apariencia y del precio que le otorga el mercado. Sin más importancia que la posibilidad de ser admirado, auscultado, siempre ajeno al tacto que no a  la elemental y pueril contemplación. Ahí reside su grandeza, su fuerza. La razón de existir que lo hace real y trascendente. El precio impagable de haber sido creado. Inservible a los demás.  Es un vestido que no viste de verdad. Una mentira como telón de fondo de una realidad no desvestida. En él se halla la razón de su vida. La del vestido y la de quien sufre bajo sus aparentes caricias que hollan en su piel hirsuta. El desierto que amamanta su vacío y nos permite descubrir su belleza. A través de él, de su amargura, de su dolor y banalidad, se nos revela su idiosincrasia. Al final no siempre y todo es fútil aunque resulte perecedero.

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