Para cualquiera que no la conozca, Sonsoles Brilhantes (Zambujeira do Mar / Portugal, 1974) podría parecer una prima cercana, o la "amiga" que alguno de ellos han nombrado en alguno de sus escritos, e incluso -¿por qué no?- el alter ego que Duchamp, Rauschenberg, Molero, Pazos, Berlanga o Koons crearon en alguna que otra ocasión (aunque el último siempre fue más descaradamente kitsch que camp, y nunca se aproximó a un objeto con un ánimo conceptual que no fuese el de provocar.
Verdaderamente, Brilhantes tiene mucho de los síndormes cercanos a la extraña sensibilidad camp que tan cerca se suele encontrar en lo "cursi" en muchos sentidos, y que para la crítica "seria" de los sesenta norteamericanos parecía ser fruto de una indudable "feminización" de las prácticas artísticas de las que el consumismo pop -pues ya se sabe que para el pensamiento polzarizado de occidente el hombre produce mientras que la mujer se limita a consumir- se convirtió en el verdadero paradigma. No es de extrañar, por tanto, que en esa misma década en que Duchamp contó con su primera gran retrospectiva, se tachara al francés de ser -con sus ready mades y sus tambaleos de cualquier tipo de norma cultural- el padre de toda aquella generación de artistas que entonces triunfaban bajo la etiqueta "pop", y cuya dedicación al objeto común acabaría por trastocar definitivamente -aunque fuese a fin de cuentas durante los sempiternos quince minutos- a la totalidad del establishment cultural.
Aunque no; no sería legítimo, así, cargar a Duchamp con el peso de la paternidad de todos aquellos -¡y menudos!- hijos espúreos, sino que habría más bien que achacarle la "maternidad" de todo ese extraño grupo a su alter ego: Rrose Sélavy, por medio de la que -¿quién sabe?-, seguramente el mismo Duchamp llegó a decir cosas que quizá nunca se habría permitido contar en primera persona.
Y no. No es por arte de varietés, como el de las populares travestis que desde los sesenta -y algunos antes- han animado veladas provocando al público como -ni performer ni espectadores- habrían permitido más allá del perímetro de seguridad marcado por el escenario. Tampoco por lo que se podría calificar como la extraña pasión vanguardista por ser "otro" -fuese el que fuese ese "otro"-: desde los exotismos decimonónicos con la vista puesta en Rusia, España, Japón o Tahití a las gantasias "negras" de las vanguardias de las primeras décadas del veinte parisino. Y no menos relevantes las desclasadas huidas "beat" de los cincuenta, en muchos sentidos remedo de la que Rimbaud hizo a África para acabar traficando con armas. Raza, clase o género, han sido algunas de las fronteras recurrentes que los más radicales de los artistas del siglo XX han tratado de transgredir. Ahí estaría la eficaz subversión visual llevada a cabo por Claude Cahun y sus múltiples "otros", que acabaron por desdibujar a la misma Cahun; el mismo Warhol travestido de Warhola travestido de Marylin frente a la cámara de Christopher Makos, o de los propios Rauschenberg y Hohns travistiéndose a la contra -para ocultar, más que para poner de manifiesto su propia identidad de decoradores de escaparates (un pecado imperdonable para culaquier artista "serio" de los cincuenta norteamericanos)- bajo el nombre de Matson Jones.
Aunque -y aquí una carta que, como la robada de Poe, deja bien claro que lo más valioso suele ser lo que a la vista está- quizá el caso más fascinante fuese, precisamente, el de Marcel Duchamp con el que empezábamos estas líneas. El Duchamp que contaba a su hermana que una amiga le había ayudado con aquella obra radical y transformadora de todo el arte del siglo XX: La Fuente de 1916 con que se presentó ante sí mismo (formando parte del jurado) en la Sociedad de Artistas Independientes. Aunque seguramente no fué Duchamp quien firmó ese urinario como R. Mutt (equivalente a nuestro "Roca", para lo que a sanitarios se refiere), dinamitando en el gesto mismo la historia del arte tradicional. No. De ser, habría sido Rrose Sélavy, seguramente, quien hubiese acabado por transformar definitivamente aquello que llamamos "arte" fuese, precisamente, esa "amiga" a la que Duchamp hacía referencia, y que no es otras que la denominada "Baronesa Dadá": Elsa von Freytag-Loringhoven. La reina del Village neoyorquino que paseaba cubierta únicamente por dos latas de conserva, más dadá que el propio dadá, y más "otra!" que cualquier "otro" al que la vanguardia hubiese intentado jugar -pues los "otros" de verdad, saben seguramente que tienen todo perdido de antemano, y temen menos el ponerse a jugar para romper las reglas.
Ya ven lo que pueden dar de si unos juegos -hasta ibéricamente cursis, haciendo honor a Gómez de la Serna- como los de Sonsoles Brilhantes, la reina dadá de una Lisboa imaginada por alguno de los setenta y dos heterónimos de Alvaro de Campos, Aberto Caeiro, George Sand o Fermín Caballero- son tantas, que ya no las recuerdo.
Julio Pérez Manzanares
Madrid 2015